Internet y los delitos sexuales: más allá del sentido común

by Digital Rights LAC on septiembre 30, 2014

delito sexuales

En esta complicada tensión entre la protección de los derechos de los condenados y la prevención de posibles futuros delitos, Internet plantea nuevos desafíos.

Por Sebastián Guidi, abogado*

Si usted tiene una cuenta de Facebook, en algún momento declaró, entre las condiciones de uso, no haber sido declarado culpable de ningún delito sexual. Si usted fue condenado por extorsión, evasión de impuestos, lavado de dinero, genocidio, traición a la Patria, falsificación de moneda, tortura, robo de ganado o trata de personas, puede seguir usando su Facebook sin inconvenientes; pero si fue condenado por un delito sexual -que en algunos países incluyen la práctica de la homosexualidad, orinar en público o tener sexo consentido con una persona menor de edad, por más que usted tenga dieciocho años y luego se case y tenga hijos con esa persona– debe cerrarla.

Es probable que esto no le parezca descabellado: tal vez no haya grupo que genere un rechazo más visceral que los agresores sexuales, cualquier medida que se tome contra ellos sólo puede criticarse por insuficiente. Pertenecen a lo heterogéneo para George Bataille, a lo abyecto para Julia Kristeva. Son algo totalmente ajeno a nuestra lógica, no podemos hablar de ellos sin, cívicamente, estremecernos. Como decía Hannah Arendt del mal radical, está tan fuera de nuestra comprensión que ante él no puede decirse otra cosa que “eso nunca debería haber sucedido”.

Tal vez por eso, en cada vez más países se restringe la libertad de los agresores sexuales aun mucho tiempo después de cumplidas sus condenas. En 1994, tras la desaparición de un niño de 11 años en el estado de Minessota, se sancionó la primera ley de registro de condenados por delitos sexuales, que llevó justamente su nombre: la Ley Jacob Wetterling. Desde entonces, las leyes que regulan estos registros se endurecieron progresivamente. En muchos estados, los agresores sexuales quedan asentados de por vida en registros públicos -lo que ha llevado a más de un vigilante a cometer crímenes seriales contra ellos-, se les prohíbe ejercer ciertas ocupaciones -por ejemplo, manejar coches fúnebres– y deben informar periódicamente a la policía su residencia -la que además no puede estar a menos de cierta distancia de escuelas, iglesias o clubes, condición que ha llevado a grupos de condenados a vivir bajo un puente para cumplir con la ley.

Las políticas de registro de agresores sexuales están, sin embargo, basadas en ciertos mitos que ellas mismas colaboran a perpetuar. Por ejemplo, suele decirse que los delitos sexuales tienen el mayor grado de reincidencia. Sin embargo, estudios empíricos llevados a cabo en diversos países han mostrado precisamente lo contrario: su tasa de reincidencia es menor que la de los delitos contra la vida o la propiedad.

Otro dato no muy difundido es que los casos de agresores sexuales que eligen aleatoriamente a sus víctimas es estadísticamente minoritario. Estos casos, que son los que aparecen rápidamente disponibles para la memoria por ser los más exhibidos por los medios de comunicación, ocultan que la enorme mayoría de delitos sexuales son cometidos por personas que están dentro del círculo social de la víctima: familiares, novios, esposos, médicos, tutores. Los delitos sexuales nos dicen más sobre la jerarquía de los géneros y el lugar del sexo en nuestra sociedad que sobre la existencia de unos pocos seres desviados, irrecuperables, monstruosos.

Estas razones tal vez expliquen el fracaso de la política de los registros, sobre el que hay cada vez más consenso entre los académicos. Por ejemplo, el libro de Charles Patrick Ewing, Justice Perverted, recoge varios estudios empíricos y, bajo el sugestivo subtítulo “Más allá del sentido común” advierte que los únicos efectos de los registros, que cuestan miles de millones de dólares para ser puestos en práctica, parecen haber sido dar la impresión de que el gobierno hace algo para prevenir los delitos sexuales, dar cierta sensación de seguridad a la población y agregar una nueva capa de castigo a quienes fueron condenados.

En esta complicada tensión entre la protección de los derechos de los condenados y la prevención de posibles futuros delitos, Internet plantea nuevos desafíos.

En 2012, frente a una demanda promovida por la ACLU, un juez federal declaró inconstitucional una ley del estado de Louisiana que prohibía a los condenados por delitos sexuales acceder a redes sociales, afirmando que la vaguedad del lenguaje con la que estaba redactada impedía prácticamente cualquier acceso a Internet y por lo tanto violaba la libertad de expresión. Tras una reacción virulenta, la legislatura estadual sancionó inmediatamente una nueva ley en la que, si bien no se les restringe el acceso a Internet, se les obliga a declarar su condición de condenados en cualquier red social en la que participen. Una ley similar fue declarada inconstitucional en el estado de Indiana.

No tengo nada parecido a una respuesta para estos problemas. Sólo quiero destacar que, al igual que con las políticas del registro, los datos pueden ser una mejor guía que el sentido común. Como decía W. S. Maugham, el sentido común está hecho de los prejuicios de la infancia, la idiosincrasia del carácter individual y la opinión de los diarios. La violencia sexual es inaceptable, pero renunciar a tomarse en serio la posibilidad de que quienes han cometido un delito puedan ser rehabilitados también lo es. Ignorar el problema sólo lo empeora.

Los estudios han mostrado que la tasa de reincidencia entre los agresores sexuales ha bajado cuando reciben un tratamiento adecuado y son reintegrados a la sociedad en la que viven. Patty Wetterling, madre de Jacob y una de las principales propulsoras de las leyes de registro en la década de 1990, recientemente ha declarado que “son seres humanos que han cometido un error. Si queremos que tengan éxito, necesitaremos construir un lugar para integrarlos en nuestra cultura. Hoy, uno no podría entrar en una iglesia o reunión y decir ‘yo era un agresor sexual pero pasé por un tratamiento, ahora tengo una familia adorable y estoy muy agradecido de pertenecer a esta comunidad’. No hay lugar para las historias de éxito. Nadie las cree.”

Seguramente dentro de poco en nuestros países tendremos que pensar si hay lugar en Internet para las historias de éxito. Tal vez tengamos que ir pensando la respuesta.

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*Sebastián Guidi. Abogado. Docente de derecho constitucional. @sebasguidi