Tu huella digital por un kilo de harina: biométrica y privacidad en Venezuela

by Digital Rights LAC on diciembre 16, 2015

huella digitalEn muchos contextos, el balance entre privacidad y comodidad es un mero asunto de conveniencia. En Venezuela, donde para comprar víveres debes pasar ambos pulgares por un captahuellas y entregar un amplio espectro de información personal, es un tema de supervivencia.

Por: Marianne Díaz*

En los supermercados y las farmacias de Caracas o de Maracaibo, comprar un kilo de granos o un paquete de galletas se ha convertido en un complejo trámite: se requiere que le entregues al cajero tu documento de identidad, tu nombre completo, número de teléfono, dirección, fecha de nacimiento, y que pases las huellas de ambos pulgares por un dispositivo: el emblemático “captahuellas”; un aparato cuya implementación por parte de los comercios originalmente era voluntaria, pero cuya evolución, meses después, es la de un mecanismo casi omnipresente, una suerte de peaje necesario para la adquisición de una simple caja de chicles en cualquier cadena de tiendas.

Publicitado e impuesto por el gobierno como la bendición que acabaría con la escasez de alimentos y medicinas en Venezuela, el llamado Sistema Biométrico para la Seguridad Alimentaria no ha conseguido cambiar la realidad. Las largas colas persisten, los productos escasean, y el mercado negro florece bajo la mirada cómplice de los funcionarios encargados de administrar los controles. Sin embargo, las huellas de millones de venezolanos siguen siendo recogidas cada vez que se lleva a cabo cualquier transacción básica, ya que a pesar de que se dijera que el sistema funcionaría sólo para la compra de los productos “regulados”, las cajas registradoras requieren de la huella dactilar para ser activadas.

Cientos de millones de bolívares se gastaron en la implementación del sistema. Según la investigación de armando.info, la compañía a cargo de la importación de los dispositivos obedece al nombre de HiSoft, pero sus directivos son los mismos de una conocida empresa: Smartmatic, un nombre que en Venezuela es sinónimo de elecciones, ya que estuvieron a cargo de la implementación de los captahuellas del sistema electoral, incorporados por primera vez en las votaciones del año 2000.

Junto con los datos biométricos y personales solicitados del cliente al momento de la compra, los comercios están obligados a preservar una gran cantidad de información con respecto a la transacción, exigidos por el órgano recaudador de impuestos. La sumatoria de las bases de datos que posee el gobierno venezolano sobre sus ciudadanos sería el paraíso de cualquier analista de big data. Con la suficiente capacidad de computación, no sería nada difícil establecer un detallado perfil de cada uno de los ciudadanos venezolanos, partiendo de datos como su dirección, los lugares donde compra, la cantidad de dinero que gasta y los productos que adquiere. Sin embargo, nadie fuera del gobierno posee la capacidad de saber si estos diferentes sistemas están interconectados, ni dónde se encuentran almacenadas estas vastas cantidades de información, mucho menos cuál es la política para su retención y almacenamiento.

El riesgo implícito en el uso de tecnologías biométricas viene de la capacidad de los gobiernos para utilizarlas con fines de vigilancia. En casos como este, los datos biométricos forman parte de un sistema multimodal, al estar combinados con otros puntos de información, como la fecha de nacimiento, la dirección, el número de identidad nacional. Mientras más puntos de datos existan sobre un usuario, más fácil resulta implementar una vigilancia plena. Solo pensar en las dimensiones totales de la información acumulada por el gobierno es sobrecogedor: nuestra cédula de identidad es requerida para adquirir una línea telefónica; estamos obligados a dar nuestro número de información fiscal para cualquier interacción con la administración pública.

En Venezuela, un país con una oscura historia reciente de persecución causada por una lista de ciudadanos cuya identificación política fue hecha pública a través de la tristemente célebre “lista Tascón”, las posibilidades de alcance de esta vigilancia son estremecedoras. En cuanto a las captahuellas, conocemos al menos uno de los usos posibles de esta información: aquellas personas que el sistema marca por haber comprado en cantidades superiores a sus cuotas establecidas, pasan a una lista negra, quedando bloqueadas por completo del sistema. Esto los restringe a recurrir al (ilegal) mercado negro para la compra de alimentos, medicinas y productos básicos.

Con esta guadaña pendiendo sobre la cabeza de los ciudadanos, en un país que ha perdido la confianza por el sistema electoral, y donde la alfabetización tecnológica deja mucho que desear, algunas personas han apuntado a una suerte de conexión subconsciente entre la posibilidad de proveerse alimentos y el ejercicio del voto. El sistema económico venezolano, profundamente paternalista, está construido para la dependencia de un gobierno todopoderoso que “concede” privilegios y regalías en sus propios términos (que “otorga” casas, comida a precios accesibles, a cambio de una lealtad cuasirreligiosa), y que, como un dios vengativo, retira esos privilegios cuando los mortales han caído fuera de su gracia.

Tras la lista de Tascón, muchas personas encontraron que no podían acceder a créditos hipotecarios, a becas de estudios o a oportunidades de empleo por haber apoyado la realización de un referéndum revocatorio contra el gobierno de turno (uno cuyo turno se ha extendido ya por más de quince años). No es de extrañar, pues, que el subconsciente de muchas personas haga conexiones indeseadas entre distintos captahuellas y se haga preguntas. Como señala Luis Carlos Díaz, en referencia al sistema electoral: “las máquinas son sólo el medio, la plataforma, pero se les inserta en un escenario nada neutral y se vuelven también un objeto de diatriba en la que el CNE no ha puesto mucho esfuerzo por aclarar dudas. No parece ser su interés.”

En Venezuela no existe una ley de protección de datos personales, y a pesar de que la ley de Tecnologías de la Información establece que sólo deben requerirse de los ciudadanos los datos estrictamente indispensables para la prestación del servicio correspondiente, el Estado venezolano, con sus ansias de panóptico, acumula grandes cantidades de información personal cuyo destino final desconocemos.

En semanas pasadas, se hizo público que la Superintendencia Nacional de Bancos ahora exige a las entidades financieras entregar toda la información de las transacciones electrónicas hechas por sus clientes, incluyendo direcciones IP, montos, nombres, cuentas bancarias y motivo de la transacción. Una vez más, la justificación para tal violación de la privacidad es la llamada “guerra económica” de la cual se culpa a la profunda crisis inflacionaria que vive el país. Ésta ha sido la excusa usada reiteradamente para bloquear páginas web, encarcelar usuarios, intervenir comunicaciones, restringir derechos.

Incluso si no son los ojos del gobierno aquellos a los cuales tememos, la seguridad de estas bases de datos es dudosa. El registro electoral y civil venezolano, al igual que la información relacionada con la identidad tributaria y el seguro social, son públicos, y pueden ser consultados en línea y minados por cualquier interesado. Los sistemas de gobierno en línea del país almacenan contraseñas en texto plano y las envían a los usuarios por correo electrónico, y la gran mayoría de los sitios web del gobierno tiene vencidos los certificados de seguridad. Ciertamente, no es la clase de sistema al cual desearía confiarle mis datos biométricos, pero no tengo otra opción, salvo quedar restringida a la ilegalidad de comprar alimentos en el mercado negro.

*Abogada y activista venezolana. Dirige la organización no gubernamental Acceso Libre y escribe para Global Voices.